Posted on 25 Febrero, 2011 | No Comments
En el libro del Apocalipsis, Juan escribe una sentencia terrible. Como Dios no quiere a los tibios los vomita de su boca, dice. Si está en lo cierto el evangelista, seguramente la divinidad ha hecho fiestas para recibir al amigo que ya no está entre nosotros. Quienes conocimos y querremos siempre a Manuel Caballero tenemos evidencias de sobra para ponderar sus cualidades y para solazarnos en la memoria de su compañía; pero entre todas sus virtudes tal vez estemos de acuerdo en compartir la de cómo no se contuvo ante los desafíos de la existencia, frente a los cuales arremetió con firmeza sin omitir ocasión. Apasionado de la vida y comprometido con sus solicitudes, la vivió sin desperdiciar un instante, y deseaba seguir como si cual cosa metido en la faena cuando ya le tocaba descansar. De allí el legado de una obra que, aparte de llenar las peripecias de quienes tuvimos la fortuna de compartir su tránsito, trascendió hasta la esfera colectiva para convertirse en una referencia de su tiempo. La función de su talento, indiscutible en esencia, se multiplicó debido a la enemistad que profesó a la cobardía y a la vacilación.
Veamos sólo un capítulo de esa existencia copiosa, de esa lucha constante que sólo viene a terminar por la tiranía de la enfermedad. Veamos apenas, para enorgullecernos, pero quizá también para sentir vergüenza ante los pecados de omisión, la conducta que asumió frente a las vicisitudes venezolanas de la última década. Una sola postura sin variantes, un solo ataque de lo que consideró como arbitrariedad y como estrago de valores fundamentales, una única atención en torno al rescate de principios que le parecían caros y de las conductas dignas de su estima. Nadie como él disputó el campeonato del republicanismo en estos días de disparate y vulgaridad, de estupidez y ruina. Ninguno se regocijó en la amalgama de argumentos e insultos, de lucidez y puntapiés con los cuales bordó la tela de un discurso capaz de conminar, no sólo a los asiduos de su pluma atrayente y de su lengua de trapo, sino también a la sociedad entera.
Ninguno de nosotros se puede comparar con Manuel Caballero en ese oficio de paladín. Tenemos que mirar hacia el pasado para establecer analogías plausibles. Tenemos que topar con una figura estrambótica como la de Juan Vicente González en el período fundacional de la república, señor de la gracia, de la amenaza, del denuedo, de la vehemencia y aun de la procacidad, para establecer un parangón que no desentone. O con la luz y la entereza de un intelectual de la talla de Rufino Blanco Fombona enfrentado a la barbarie gomecista. Uno cree que esos grandes hombres son asunto del ayer legendario, ejemplos estampados en los libros y nacidos de pronto en situaciones de mengua, hasta cuando la desaparición de un compañero de camino obliga a una primera reflexión de la cual brotan, tal vez movidos por el afecto, pero también por la obligación de pensar que aconseja una ausencia irremediable, un aire que jamás volverá a vivificarnos, elementos a través de los cuales resucitan ellos en la posteridad metiéndose en la piel de quien cumple su rol en términos estelares. En ese admirable cortejo cabe con comodidad el hombre a quien condujimos a su última morada.
Creo que nuestro querido Manuel se hubiera ruborizado con la comparación. En un individuo tan útil y tan preocupado por el prójimo la vanidad no fue sino un aspecto accesorio. Tal vez una herramienta para pasarla bien y para provocar a los amigos, pero jamás un asunto que le quitara el sueño. El ir y venir sobre esa supuesta afectación ha descuidado la atención sobre la generosidad de que hizo gala, una de sus virtudes primordiales, de la cual pueden dar testimonio, entre otros muchos, los estudiantes de la escuela de Historia a quienes atendió con un desprendimiento ejemplar. También sus colegas que ya vamos para viejos, por lo mucho que nos auxilió con el acceso a su biblioteca, con el hallazgo del dato escurridizo y con la propuesta de proyectos de investigación. Es una calamidad el hecho de que no dispongamos de su respaldo en adelante.
La funeraria el 13 de diciembre estuvo repleta. No cupo la gente. Una fauna de cualquier color vino a despedir a Manuel Caballero. Una muchedumbre que le debe afecto y respeto. Los miembros de su familia, los hijos que no tuvo, los académicos que sintieron el privilegio de su presencia, los amigos y los colegas entrañables, los compinches de la barra y la tertulia, los creadores que lo contaron como uno de los suyos, los políticos en cuyas andanzas vinculó su pasión por el bien común, los profesores de las universidades, las mujeres a quienes acompañó y amó, los administradores de los periódicos y de las revistas en los que colaboró, los editores a quienes ponía a temblar su pluma sin pereza, los hombres de Iglesia que apenas sintieron su paso fugaz por los templos, los militares a quienes dedicó análisis memorables, los periodistas que perseguían sus declaraciones, los estudiantes de las universidades y la gente que lo ha leído y admirado sin conocerlo de cerca. Tal vez, igualmente, los difuntos notables que desenterró en sus biografías o demolió en sus páginas. Creo que también estuvo por allí Juan Evangelista, contento de imaginar que ahora toca las puertas doradas un hombre valiente ante quien se sentirá a sus anchas el juez imparcial que lo estaba esperando.
Elías Pino Iturrieta
Director del Instituto de Investigaciones Históricas