Posted on 24 Mayo, 2010 | No Comments
El 19 de abril de 1810, episodio que por estos días cumple doscientos años en medio de una celebración que se promete nacional, y cuyos pormenores son mejor conocidos que los de cualquier otro –al menos los legendarios: el arrebato del bastón de mando al Capitán General Emparan; el Padre Madariaga haciéndole señas negativas al pueblo desde el balcón del Ayuntamiento-, es, al mismo tiempo, uno de los más difíciles de definir. Todos estamos de acuerdo en celebrar el bicentenario pero, en concreto, ¿qué es, con eso, lo que en realidad queremos celebrar?
En este agitado, a trechos doloroso 2010, responder a la pregunta es bastante más que un acto baladí, que una ostentación de cultura general. Hoy, que la historia desempeña un rol político más grande del que ya tenía; cuando todos buscan hacerse –y asirse- a un pasado glorioso que le sirva de legitimación; y cuando en nombre de ese pasado se emprenden experimentos sociales con impacto inmediato en nuestras vidas, su respuesta puede tener implicaciones prácticas, contundentemente prácticas.
Esto, en primer lugar, nos conduce a una discusión historiográfica sobre la naturaleza de lo ocurrido aquel día. Los bandos se dividen entre quienes lo evalúan como un acto de fidelidad al Rey, y quienes lo ven como una maniobra para poco a poco ir llevando las cosas hacia la independencia absoluta. Los testimonios de la época no dudan en afirmar que ese día comenzó la revolución, que al menos en la cabeza de muchos de sus promotores, el plan estaba trazado desde el primer momento.
Sin embargo, por otra parte, no hay motivos para pensar que, fuera de los conspiradores más radicales, el resto de los caraqueños que asisten a la escena, que son cogidos por sorpresa en sus actos del Jueves Santo y que al principio ven con cierto entusiasmo los hechos, no estaban sinceramente indignados por la invasión de Napoleón a España y por la simpatía real o intuida que la misma despertaba en el Capitán General y otros afrancesados del gobierno. Además, para casi todos ellos Napoleón, y en general Francia, significaban otra cosa, todavía más peligrosa: la disolución social, la amenaza a la religión católica, la agitación de las esclavitudes, tal como había pasado en las Antillas (y como hacía unos quince años había ocurrido en Coro). Ante peligros de semejante proporción, lo responsable era organizar una junta –institución hispánica para enfrentar calamidades- y asumir el desafío de mantener las cosas por su carril. Tal es el argumento de base que esgrimen los que toman el poder el 19 de abril.
¿Con cuál de las dos versiones, entonces, nos vamos a quedar?¿Lo que vamos, entonces, a celebrar es el movimiento de la élite caraqueña para deponer a los afrancesados, y con eso mantener las medidas revolucionarias de Francia lejos y garantizar, entre otras cosas, la integridad de la fe verdadera y el control de las esclavitudes? ¿O vamos a celebrar el zarpazo de un José Félix Ribas, un Francisco Salias o un Juan Germán Roscio que, al parecer, nunca pensaron en otra cosa que en una revolución? Básicamente, desde que los patriotas, ya en la guerra empezaron a celebrar la fecha, y desde que se decreta fiesta nacional en 1834, se cuenta y se conmemora sólo esa parte de la historia. Y, en gran medida, con razón, porque es la que hoy le da un significado especial. Ese día, primero, se crea una Junta que empieza a actuar en nombre del Rey, en el entendido de que en su falta, la ciudad reasumía su soberanía. Aquello es prácticamente una monarquía criolla, una regencia venezolana, que marca una condición autónoma, soberana, que ya habla de un tinte emancipador. Esa Junta, en pocos meses, y en ejercicio de esa soberanía, convoca a elecciones, propicia un Congreso Constituyente, que no sólo declarará la independencia, sino que encima ensaya una república democrática, liberal y federal, en la amplitud que tales términos tenían entonces.
En segundo lugar, está el tema de la libertad. La libertad de imprenta, inicialmente de facto y pronto reglamentada; la libertad de comercio con el exterior; la supresión de la trata de negros –quién sabe si movida para evitar la llegada de ideas inflamables del Caribe- pero de claro talante reformista; la libertad de conciencia, al menos su planteamiento con el asunto de la libertad de cultos, que escandaliza a casi todos y que al final se rechaza, se debate y hasta ejercita sin problemas bajo el gobierno de la Junta que, visto de esta manera, fue sustancialmente liberal. El cambio con el régimen anterior fue, en este sentido, trascendental.
Y por último, está el tema de la democracia. En el acto de formación de la Junta decidieron ampliarla con diputados en representación del clero y de los pardos. A tanto no llegaron como para incorporar a un hombre de color ni, hasta donde sepamos, le consultaron al “gremio de los pardos” si estaban de acuerdo con el representante escogido; pero el gesto en sí mismo tiene una carga, si no democrática, al menos tendiente hacia ello. Puede alegarse que sólo se trató de un ardid de los mantuanos para calmar las tensiones sociales, pero se relaciona con un proceso que se asoma hacia la igualdad, hacia lo que hoy llamaríamos inclusión.
Independencia, libertad y democracia: tales son las semillas que se siembran el 19 de abril. Y son lo que celebramos hoy. Ya nadie se acuerda de José Bonaparte ni del peligro francés, ni de los temores del mantuanaje, pero sí de esto, que es lo sustancial. Que es lo que nos compromete con una tradición de dos siglos por la que vale la pena luchar, tanto entonces como hoy.
Tomás Straka
Director de la maestría de Historia de la Ucab