Posted on 08 Marzo, 2010 | No Comments
Escribí esta novela luego de ver, por pura casualidad, la tumba de Nadezhda Alliluyeva en el cementerio de Novodiévichi, en Moscú, en la primavera de 1968. Era una columna de mármol, blanca, rematada con el busto de una mujer que posaba la barbilla sobre su mano. La belleza tan singular del túmulo se debía a la famosa escultora rusa Vera Mújina.
Pero lo que más me impactó fue la lápida de la tumba donde se leía: “A Nadezhda Alliluyeva Stalina, de su esposo José Stalin”. De inmediato, acosé de preguntas sobre Nadezhda (Nadia, en diminutivo) a muchos moscovitas, y ninguno me pudo dar detalles sobre su vida y menos sobre las circunstancias de su muerte. Era un asunto, me respondían, que concernía a la vida privada del Gran Jefe.
Indagué libros y periódicos en algunas bibliotecas moscovitas, sin resultado alguno. “Murió por accidente”, decían unos, “de apendicitis”, decían otros. En los libros de León Trotsky, Isaac Deutscher y Robert Conquest se barajaban varias hipótesis, entre ellas el asesinato y el envenenamiento. Una pista más confiable hallé en los dos libros de Svetlana Allileyeva, la hija de Nadia, Rusia, mi padre y yo y Veinte cartas a un amigo. Encontré en Miami y en Canadá las memorias del padre de Nadia, Sergei, y de su hermana, Ana, y una buena reseña de su entierro en el New York Times. La lectura de varios tomos de las obras completas de Stalin, y de muchos libros sobre la URSS, completaron el panorama. El resto fue obra de la imaginación, aunque algunas de las escenas han venido a ser confirmadas por los documentos extraídos de los archivos del Kremlin luego del derrumbe del “paraíso socialista”. Por ejemplo, el prólogo titulado “La cena del día festivo, 8 de noviembre de 1932” del libro La corte del zar rojo, de Simon Sebag Montefiori, escrito en 2002, casi no difiere de la descripción que yo hice en mi novela en 1992 del mismo acontecimiento.
Nadezhda buscaba el aire con desesperación. Clavó las uñas de sus dedos en la mano potente y velluda que le rodeaba la quijada y apenas llegó a rozar la otra mano que le agarraba en un solo haz sus cabellos y tiraba de ellos con fuerza. Vio con sus ojos desorbitados el trazo grueso de aquellos bigotes, y unos ojos anhelantes. Ya le era imposible respirar, su cuerpo se contorsionó en medio de breves sacudidas y todo le fue velado por una centelleante mancha rojiza. Sus miembros se desgonzaron como los de un ave al torcerle el cuello.
Así comienza La esposa de Stalin. Es en Bakú, cuando Nadezhda, muy niña, cae al agua, cuando paseaba con su padre Sergei y con el amigo de éste, José Stalin (Iosif). Y es Iosif quien se tira al mar y la rescata. Pero el solo párrafo copiado revela ya el doble carácter que tendrá la relación entre Nadia y Stalin. Pareciera que el hombre de la mano potente y velluda y de unos bigotazos fuese a ahorcar a Nadezhda. Ella le comenta a su padre, años después, la impresión que guarda de Stalin:
-¿Quién era ese hombre, papá? Me asusté al verlo -preguntó Nadezhda.
La negrura de su vestimenta, contrastando con la palidez de su tez enmarcada dentro de una oscura pelambre, la asustó. Sintió un escalofrío que le recorrió el espinazo y por unos segundos no pudo respirar. El desconocido no dejaba de mirarla. Sus pupilas empezaron a moverse hacia abajo y casi se escondieron detrás del párpado, como si fueran el sol poniente. Y casi de inmediato, volvieron a subir como un astro deslumbrador que se desplazaba a sus anchas en el marco huesudo de unas cuencas deprimidas. Quedó enceguecida durante algunos segundos por aquella mirada.
Sin embargo, años después, de tanto visitar la casa de Sergei, termina Stalin enamorándose de Nadia, a pesar de los casi veinte años de diferencia que le lleva. Los padres de Nadia tratan de evitar el noviazgo:
Los Alliluiev intentaban oponer un límite a la confianza de Iosif, trataban de evitar que la estrecha amistad entre ellos se volviera una franca intimidad. En el fondo, les causaba desazón las intenciones de Iosif hacia Nadezhda, por el enorme desnivel de edad y de carácter entre los dos.
-Ella es un terrón de azúcar, y él, un chorro de vinagre -decía Olga.
A fin de cuentas Nadia y Stalin se casan. Pero el carácter de éste termina por hacer naufragar la relación:
Zoia, amiga, no es nada fácil de explicar. Hay algo más que su carácter, su mal genio, su actitud cada vez más paternalista conmigo. Es una alteración de la conducta humana que yo diría tiene su origen en ese encumbramiento absorbente, esa dedicación absoluta a las funciones de mando. Es el lado perverso de la brillantez del poder, que ciega y envilece, lo que está deteriorando nuestra relación, con la misma implacabilidad de un coyote sobre su presa.
En los capítulos siguientes se va desarrollando el drama, que termi-na cuando, en sus aposentos en el Kremlin, Nadia se pega un tiro en la sien, totalmente desequilibrada por el trato grosero de Stalin.
-Ni siquiera puedo rezar Dios te salve, bendito sea tu nombre y bendito sea tu fruto. Pero, tampoco hay que rogar por los que se deben prosternar a adorarte, porque te hemos repudiado. Los pecadores y los inocentes, los poderosos y los oprimidos no necesitan de ninguna bienaventuranza para dirimir sus conflictos. Los desafortunados de siempre no imploran la piedad de nadie porque ya están arrancando del majestuoso árbol de sus sueños la cosecha que calmará su hambre. Si hay que rogar, que rueguen sólo por mí, que nací para amar sin vivir, que morí para penar sin perdonar.
Antonio García Ponce
Profesor de los Postgrados de Historia, Ucab