Posted on 21 Diciembre, 2009 | No Comments
El 6 de junio se cerró el “Año jubilar por el cincuentenario de Mario Briceño Iragorry en la eternidad”, promovido por la Fundación que lleva su nombre. Que sea jubilar, cuando lo que conmemora es la muerte del humanista, ocurrida el 6 de junio de 1958, nos dice mucho del sentido vital de su obra, de la herencia de futuro que dejó al partir, de la fe que alimentó sus reflexiones e hizo recta su conducta de hombre público y funcionario ejemplar.
Hoy, cuando la angustia y el palpitar del país vuelven a ser tan intensos, las lecciones de dignidad, que deja como mejor saldo su biografía, su prosa, el sentimiento cristiano y sus reflexiones históricas, cobran renovada vigencia, ya que son el testimonio de un venezolano que ante las tormentas levantó la frente y nuca dejó de luchar.
Eso tal vez fue lo que lo hizo un héroe, muy admirado por la juventud, al momento de morir. El mea culpa por una conducta cuando menos tímida, ante la política de los años de su juventud; el terremoto que significó para su alma el 18 de octubre de 1945 y la dictadura militar que le siguió; su final incorporación a las luchas democráticas, lo convirtieron en un referente moral, en un ejemplo de que los venezolanos podemos ser mejores, indistintamente de nuestro pasado. En efecto, varias etapas dibujan su tránsito espiritual. Del joven descreído de la Universidad de los Andes, al que su desafecto por las matemáticas lo llevan a abandonar la carrera militar y a estudiar Derecho, pero que con más interés lee a Nietzsche y discute sobre la muerte de Dios con sus grandes amigos de aquella Mérida pueblerina y universitaria, el aún seminarista José Humberto Quintero y el estudioso Caracciolo Parra León. Sorprende a todos por el mea culpa de haber sido un eficiente funcionario del gomecismo, para ganarse la admiración de los jóvenes y morir vuelto una gloria en 1958; entre ambos hombres hubo tormentas que la serenidad de su aspecto ocultó, pero que en sus textos estallaron una y otra vez.
Diplomático, presidente de estado, director del Liceo Andrés Bello -el más importante del país-, Secretario de la Universidad Central de Venezuela y diputado, todo eso entre 1921 y 1935, sus credenciales bien le valieron la guinda de gomecista. Sin embargo, nadie lo tachó de corrupto, cosa muy excepcional en el gomecismo. Fue un servidor público, eficiente y pulcro: en eso coinciden todos. Sin embargo, aquellos años en la burocracia y la docencia se compartieron con algo más, esencialmente sustantivo. Son los años en los que inicia una obra fundamental para la comprensión del país y para la renovación de la historiografía. Ell será su gran aporte y, de momento, su salvación.
Mario Briceño Iragorry fue un innovador. No sólo sus Ornamentos fúnebres de los aborígenes de Venezuela (1928), representa un libro precursor en el estudio del arte prehispánico; sino que a contravía con la Historia patria, que centrada en el culto a la gesta independentista olvidaba el pasado colonial, él se dio a la tarea de buscar y resaltar las continuidades, la hondura de nuestras raíces afianzadas en el pasado hispánico. En 1934 recopila en uno de los textos fundamentales de la historiografía venezolana, los Tapices de Historia Patria. Con este libro, pudiera decirse, la colonia vuelve al seno de nuestra historiografía.
El fin del gomecismo no fue ni el de su obra, ni el de su carrera administrativa. Seguirá siendo diplomático, gobernador y parlamentario; Cronista de Caracas y director del Archivo General de la Nación; y seguirá escribiendo libros notables. Muy cercano al régimen de Medina Angarita, el golpe del 18 de octubre lo lleva a tomar posturas cada vez más críticas frente al devenir político; cosa que se intensifica con la dictadura militar que se entroniza en 1948. Deja de ser un funcionario y pasa a ser un político. Se inscribe entonces en la Unión Republicana Democrática, da discursos, recorre el país, es electo parlamentario: se vuelve el líder que jamás nadie intuyó en el funcionario callado y en el historiador de oficio.
Pero son sus libros los que brillan más. En esta etapa se destacan dos biografías sobre realistas, que serán algo así como el bueno y el malo de los defensores del Rey en Venezuela, otro tema eludido por la Historia patria y otro aspecto en el que fue un innovador en: el Regente Heredia (El Regente Heredia o la piedad heroica, 1947) y el Marqués de Casa León (Casa León y su tiempo, 1946), y una novela que, a través de una familia, cuenta la historia del país, Los Riberas (1957). Pero sobre todo un ensayo que causaría conmoción, en el que reflexiona sobre sus temores por los grandes cambios del país: Mensaje sin destino (1951). En una visión casi apocalíptica, barrunta que la nueva Venezuela sacudida por las palas mecánicas de la intensa urbanización y por las legiones de inmigrantes, puede ser un salto al vacío, el fin de las tradiciones, la muerte de la venezolanidad. Es, en el fondo, una crítica velada al modelo de desarrollo del régimen militar y por eso el libro agota varios tirajes ese año.
La alternativa es clara: después del fraude electoral de 1952, en el 53 debe irse al exilio. Ni allá tendrá calma: de milagro sobrevive a un atentado, pero su salud quedó lesionada. A pesar de sus ideas católicas, porque don Mario es también escritor de textos piadosos y hombre de misa diaria, por su respeto a la colonia y su amor a la Madre Patria, así como sus críticas al modelo de modernización, lo hacían ver como un conservador, pronto conectó con las fuerzas juveniles y democráticas. Cuando el 23 de enero de 1958 cae la dictadura, puede volver, hecho una gloria nacional y vivir los primeros promisorios y agitados seis meses de la naciente democracia. Aunque es un hombre de sesenta años, está enfermo y muy envejecido. Se reúne con el matón, ahora preso, que atentó en contra suya. Lo perdona. Don Mario había nacido en Trujillo el 15 de septiembre de 1897.
Ahora que se cumplen cincuenta años de su muerte, más que nunca, en este momento en el que los estudiantes y los maestros vuelven a luchar, tiene más vigencia su espíritu y la lección indeleble de vivir por el bien y morir por la libertad.
Tomás Straka
Director de la Maestría de Historia-Ucab