Posted on 02 Noviembre, 2009 | No Comments
Hace más de medio siglo Barthes acertó a decir que aquello “que define a un lenguaje no es lo que dice, sino su manera de decirlo”; así, considerando el hecho de que las estructuras mentales crean y se alimentan a diferentes niveles semánticos −dependiendo de los mensajes− podríamos adelantar que las expresiones producto de ellas se inclinarán a desarrollarse en el artista dentro de los mismos espacios: visuales, espaciales o textuales, según sea el caso, y esto afectará su manera de “decir” las cosas. Y es que desde tiempos remotos no sólo se ha actuado en el espacio, se ha percibido el espacio, se ha existido en el espacio y se ha pensado acerca del espacio, sino que también se ha “creado” espacio para expresar las estructuras del mundo, a partir de las estructuras mentales.
Es así como en la obra de Enrico Armas encontramos un conjunto de símbolos y más aún de lenguajes que interactúan y se complementan de una manera que nos recuerda vívidamente –solventando distancias– el arte Naif y en el que a lo lejos podríamos identificar al caballo de Susan Rothenberg o los trazos de aquel famoso Mapa de Jasper Johns como parte de los elementos específicos del imaginario del autor; en el cual podemos identificar de modo protagónico al caballo, como fuerza vital que casi siempre se impone, “se manifiesta, se completa, en la disolución, la gestualidad, los signos…” –diría Blanca Elena Pantín. Junto a él se suscita cierta vegetación que hace leve referencia a los paisajes desérticos de una niñez que no ha cesado, y en un grado menor algún “objeto” similar a la rueda de una carreta; a veces flores, floreros y alguno que otro símbolo difícil de identificar, que probablemente se pueden identificar con símbolos del entorno familiar.
Y la familia en Armas es de extrema importancia, pues luego de la inmensa figura paterna, Alfredo Armas Alfonso, algunos de sus hermanos han trajinado con éxito el arte como estilo de vida: Edda, la poesía y Ricardo la fotografía.
Barthes aclaró que “la información visual rara vez modifica, sino que confirma creencias, disposiciones, sentimientos e ideologías que ya están dados”; entonces algo que parece confuso en un primer vistazo, el cuadro como espacio donde se suceden los hechos artísticos, se podría definir como expresión física de alguna “especie” de festiva nostalgia –saudade es el término de origen portugués más apropiado para ello– que nos despierta estar frente a una obra de Armas, y que muy probablemente no es más que nuestra propia vitalidad emergiendo tras el silencioso llamado del autor.
Alegre nostalgia o saudade hemos dicho, y es que ante su obra, ante esos trazos que exhiben un festivo desorden de color, surgen algunos símbolos y a veces tipos gráficos que parecen participar de esa celebración, pues esto es lo más importante en él, el hecho de que “el color pertenece al mundo de las sensaciones inmediatas y no de las meramente imaginarias, y es solamente menos material que el gusto, el olfato o el tacto porque es percibido por uno de los dos sentidos que anuncian, refieren e informan, y no por los tres más caníbales” según la docta palabra de Bernard Berenson.
Pero esta celebración visual también puede referenciar, en su locura, a la ciudad, lo humano “en permanente demolición que conspira contra cualquier memoria” –como diría Cabrujas– aquella memoria familiar antes mencionada, que es quizás ese estado confuso en el que parecen flotar impávidos sus signos, mismos que en un primer momento de su obra parecían enmarcarse rígidamente para luego liberarse. Pero también es el no lugar, aquel espacio donde el individuo creador –en este caso– no se cumple, no se halla. Por ello la obra de Enrico será siempre una búsqueda constante, diaria, agotadora, una búsqueda sin objeto aparente, infinita.
Martín Heidegger en su Arte y poesía acertó a decir que “mientras más esencialmente se manifiesta la obra, más luminosa se hace la singularidad de que ella es y no que no sea. Mientras más esencialmente se manifiesta el empuje, más extraña y solitaria se hace la obra”, pero en Armas se da un difuso equilibrio entre las necesidades del artista y su mundo, por medio de símbolos y todo un alfabeto de manchas, tachaduras, imperfecciones de color organizadas con un resultado universalista. Para un folleto de una individual del autor en Miami, el reconocido crítico de arte Carlos Silva concluyó que “esta calculada y precisa versatilidad se nota hasta en los extremos más opuestos, en ciertas telas, sombrías y austeras y el estallido reiterativo de colores cuya invención del espacio pictórico está superconcentrada en la diversidad lineal fragmentaria, con repetición ostensiva y explosiones cromáticas que vuelven sobre sí mismas cual implosiones”, esto en un proceso de desestructuralización estructural desarrollada con las unidades particulares de su propio sistema lingüístico, un sistema que enuncia al hombre en vez de ser la simple expresión del hombre, por medio de una notable voluntad de abstracción, que deja de lado la representación fiel u objetiva, pues –como ya hemos mencionado– la mayor parte de los elementos identificables son más bien icónicos, en otro de sus aciertos como artista plástico.
Es difícil pararse ante un cuadro de Enrico y no sentir algo, desde el más simple gusto hasta una especie de confusión –siempre delimitada por parámetros estéticos– y en ello me confío. Considero que cualquier intento por desarrollar una obra honesta consigo misma y el mundo –más allá de cualquier criterio crítico, que estas palabras no pretenden– garantiza la eficacia expresiva necesaria en toda creación.
Según Baudrillard vivimos una época en la cual “da la impresión de que la mayor parte del arte actual se aboca a una labor de disuasión, de duelo por la imagen y el imaginario, a una labor de duelo estético, la más de las veces fallido” teniendo como marco “la ilusión moderna de la proliferación de imágenes”, donde la simplificación de las unidades semánticas del artista plástico le acercan más a Stephenie Meyer o J. K. Rowling que a Bram Stoker o Tomas Malora. Aquí, Armas surge como una voz que aunque no pretende “borrón y cuenta nueva” tiene un carácter, que más que estilo, le identifica. Ésta es la victoria de lo vivo, de la vida: sobrevivir por medio de la emoción, como estructura de la conciencia, ante la certeza de que todo: la familia, el artista mismo e incluso el hogar familiar –como imagen de lo paterno– son factibles de desaparecer.
Jorge Gustavo Portella